Navidad y Solsticio
Por Patricia Fernández Acosta
Muchas culturas no cristianas, a lo largo y a lo ancho de nuestro planeta y a través de los siglos,
celebraban unas Fiestas Sagradas por esta época, en que nosotros, cristianos, celebramos la Navidad: se corresponde con el solsticio de invierno para el hemisferio norte.
Éste da inicio al invierno en ese lado del globo.
Es una maravilla el misterio evocado por el paralelismo entre las estaciones del año y cómo éstas van acompañadas por un incremento o una merma alternante de la luz solar y de la noche -por un lado-, y la vida humana -por el otro-, con sus períodos más luminosos y con sus "noches oscuras del alma".
El Solsticio de Invierno, es el momento del año en que la noche es la más larga, y en el que la luz es la mínima. Especialmente en las latitudes más extremas. Para los antiguos, estos días eran equiparables a la noche oscura del alma en la vida de un ser humano. Ese momento en que nos parece perder el rumbo, en el que estamos totalmente confusos y no vemos salida a nuestra desazón y tristeza. Ese momento en que todo lo que miramos carece de entusiasmo, y en el que nuestra mirada es lúgubre, oscura, cínica o angustiosa.
Durante el Solsticio -palabra que significa "sol detenido"-, el Sol, "paraba de menguar progresivamente", y de nuevo comenzaba a bañar cada vez con más fuerza, la vida en la Tierra -al incrementar paulatinamente su presencia a lo largo de los días-. El Sol es un símbolo de los poderes de la luz, del sentido de propósito y de orientación en la vida. También simboliza la claridad y la confianza resultante de esa percepción luminosa.
Que la simbología cristiana festeje el nacimiento del niño sagrado en este período del año, no es casual: Los mitos recrean con sus historias, situaciones reiteradas y de significación fundamental en nuestra vida. Es importante ser receptivos a ellos. Son como el Hilo de Ariadna: si los pesquisamos
con atención, nos ayudan a salir de laberinto de nuestra mente, y a conectarnos con la verdad clara de nuestro corazón. La mente puede confundirse, el corazón no.
El nacimiento de Jesús en el pesebre, es un sencillo y conmovedor símbolo del re-nacimiento de esa energía fresca, luminosa y prometedora en el pesebre de nuestro corazón. Recibirlo y albergarlo, implica estar mínimamente abiertos a que un rayo de luz ingrese en nuestras vidas y comience a limpiar la oscuridad que hay en ella.
Cuando llega este momento del año, siempre me sorprende encontrarme con personas que me dicen: "Qué momento más triste el de las Fiestas, uno se acuerda de los que ya no están.., ¿para qué voy a celebrar?...¿Qué voy a celebrar?".
También me sorprende encontrarme con la variante: la Navidad como un día más que sirve de excusa para escaparse del propio corazón con alcohol y otras yerbas.
Lloremos a nuestros muertos cuando fallecen, divirtámonos durante el carnaval con un poco de locura... pero cada cosa en su momento.
Aprovechemos la ocasión de la Navidad. Es un evento astronómico y mítico muy especial que sucede una vez al año. Tal vez, hacerle espacio al nacimiento de este rayo luminoso en la oscuridad de la caverna, nos inspire para mantener receptivo y palpitante a nuestro corazón el resto del año... más allá de las tristezas -que todos tenemos y no negamos-, más allá del escepticismo en el destino de la humanidad.
Alberguemos la semilla de lo nuevo. Hagámosle espacioa la Luz de nuestra alma... y tal vez, su germinación desde lo invisible nos sorprenda con frutos dulces algún día de nuestras vidas.
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